Otro espacio muy trabajado por el artista fue el de esas fantasías vegetales que parecen sueños de follajerías y corales sumergidos en aguas transparentes. O aquellas pinturas donde predominan los colores oscuros –sepias, negros, ocres rojizos– en los que se adivinan estructuras ciclópeas que recuerdan las poderosas construcciones incaicas que contempló en su periplo cuzqueño de 1927; o sombrías montañas que sorprenden por su lobreguez en un artista que más bien gustó predominantemente de las tonalidades cálidas y vivaces.
Pero fue en sus “selvas” donde halló muchos de sus más elevados momentos plásticos pues el tema le permitió explayarse en su pasión y verdadera embriaguez por el color, y un desatar esa fiesta febril en que en un aparente desorden y practicando un intenso repentismo volcaba los colores sobre la superficie blanca buscando esa maraña de troncos, ramajes, hojas y flores que se ha identificado tanto con su nombre de pintor.
Obra suya de menor aliento está constituída por los retratos. Generalmente los hizo de busto y en posición frontal aunque hay también variaciones en otras posiciones como los de sus hijos que realizó a lápiz en Europa cuando estos eran todavía niños. Si bien no destacó en este género que, inclusive, no era particularmente de su predilección, en algunos hay una interesante aproximación a la interioridad del retratado en que flota en la expresión un aura de melancolía y misterio. Hubo pues una extraña sensibilidad del artista frente al ser humano, un respeto, y hasta un asombro que no deja de traslucir su pincelada.
Su extremada vitalidad lo llevó también a decorar objetos nimios como botones y otras superficies sin importarle la calidad o consistencia del material. Y a su ansiedad perpetua por estructurar formas no escaparon los huesos, maderas y crustáceos que hallaba en las playas solitarias y en los jardines. Con ellos formó objetos estéticos –Cristos, vírgenes, animales–, que llegó a exhibir en varias ocasiones. Ya se ha señalado que esta búsqueda de lo significativo y bello en lo sencillo y desechable constituyó una aproximación a lo que pretendió el Pop-Art. Acerca de esta habilidad nos recordó el poeta Julio Garrido Malaver cómo en una ocasión, paseando él con Macedonio por las playas de Huanchaco a la hora del ocaso, el pintor se detuvo y exclamó: “¡Qué poesía ni pintura, Julio! ¡Qué poca cosa hacemos nosotros en arte frente a esa maestra que es la Naturaleza!” Garrido Malaver le ponderó entonces las obras del genio humano y logró calmar en algo su excitación hasta que Macedonio, observando unas piedras, le dijo: “¡Pídeme Julio, pídeme qué quieres que cree con esas piedras¡”. Y el poeta Garrido, bromeando, le respondió: “Crea la imagen de Napoleón prisionero en Santa Elena”. Y mientras la hacía le pidió que se volteara y no lo viera. Cuando le avisó a los pocos minutos que se acercara a la obra su sorpresa fue mayúscula al admirar la efigie de Napoleón representado en una de sus típicas actitudes... hasta con la mano puesta en el pecho.
Macedonio de la Torre con su suegro don Julio de la Piedra.
El pintor y su ama de la niñez Elvira Bermeo Alvarado.
Respecto de exposiciones de su obra en Lima las décadas del cincuenta y sesenta fueron las más intensas, pues en la década anterior sólo exhibió en dos ocasiones: en 1942, una individual realizada en la Sociedad “Entre Nous”, y en 1944 una colectiva en que ganó el Primer Premio del Salón de Acuarelistas. De las que efectuó en los cincuenta destacaremos sus individuales de la Galería de Lima en 1954, y las de 1956 y 1957 en el Instituto de Arte Contemporáneo (IAC).
De la década del sesenta mencionaremos sus individuales de 1962, 1963, 1965 y 1967 en el Instituto Cultural Peruano-Norteamericano, y la de 1965 en la Asociación Artística y Cultural “Jueves”, donde incluyó esculturas formadas por huesos de animales, piedras y arbustos. Sin embargo, la más notable fue la “Exposición Retrospectiva Macedonio de la Torre” organizada por el Museo de Arte de Lima en diciembre de 1968, que reunió 136 obras entre óleos, dibujos acuarelas y esculturas. Este acontecimiento artístico permitió tener una visión de conjunto de su labor a lo largo de medio siglo. Ya en la década final de su vida se efectuó una exposición en la galería de arte de la Casa del Moral de Arequipa –organizada en setiembre de 1976 por el Banco Industrial del Perú–, así como el homenaje que se le rindió dos años después de su fallecimiento, en noviembre-diciembre de 1983, en la Primera Bienal de Arte Contemporáneo de Trujillo mediante una selecta exhibición de sus obras en la Casa Ganoza-Chopitea, y la reproducción en el afiche de este certamen de su óleo “Campiña de Moche” fue pintada en 1930.
Su figura menuda, algo más encorvada al final de sus días, de hablar atropellado y nervioso, gesticulando con sus manos, risueño, cariñoso, sonriente, con su negra mirada brillante, recorría el centro de Lima por el jirón Moquegua, el jirón de la Unión y sus iglesias predilectas entre las cuales se hallaba el templo de La Merced en donde visitaba el muro donde se exhibe la cruz que cargaba el venerable fray Pedro Urraca (1583-1657), cruz rodeada de innumerables ex votos de plata que testimonian agradecimientos por favores recibidos. Macedonio acudía allí porque era creyente, pero también porque ese recordado religioso mercedario, como ya se ha dicho, era su lejano pariente.
Aún a sus ochenta años, Macedonio usaba de los transportes públicos, y con frecuencia los destartalados omnibuses de la línea Cocharcas-José Leal, que lo dejaban cerca de las casas de parientes y amigos donde acostumbraba pasar horas de conversación y jugar cartas o sapo, después de haber trajinado durante horas en el reto diario de pintar. Y de la forma como él mismo lo aseveraba: “Yo pinto como nace un niño, jugando, llorando tal vez, pero de un solo envión... Cuando empiezo, mi mano arde junto con el color, por eso no dejo nada para el día siguiente, no dejo que mi mano se enfríe”.