Macedonio regresó a Lima en 1930 con su familia, ya larga de tres hijos, para quedarse a vivir definitivamente en su patria. En los meses siguientes –en agosto de ese año– se produjo la caída del régimen del Presidente Augusto B. Leguía y el país se halló sumido en una grave crisis económica. Mas tarde, en 1932, estallaría la revolución aprista de Trujillo que desencadenaría la prisión y persecución de los militantes de ese Partido, incluido su fundador Víctor Raúl Haya de la Torre y su hermano Agustín. Poco después de su retorno, Macedonio efectuó en los salones de la Academia Alzedo su primera exposición individual en la capital, causando sorpresa por la audacia plástica de sus obras que recogían las experiencias vanguardistas europeas. Este efecto fue mayor aún, si cabe, en un medio en el cual se había impuesto el “indigenismo”, tendencia o “escuela” conducida por su mentor y principal representante plástico el maestro cajabambino José Sabogal que impulsaba un figurativismo que rescataba y valoraba al hombre y el paisaje peruanos con especial énfasis en el universo andino. Su muestra fue expresión de una plástica muy personal que transparentaba las conquistas formales del cubismo y las peripecias iniciales del abstraccionismo. Macedonio abrió las puertas del Perú a la modernidad plástica, de la misma forma en que Ricardo Grau renovó profundamente al ambiente con sus planteamientos pictóricos al retornar al Perú –también de Francia–, y efectuar una notable exposición en la Galería “Brandes” en 1937. En esta línea de renovadores de la plástica peruana, aunque muy posterior a los mencionados, no podemos dejar de destacar a Fernando de Szyszlo, que también de regreso de París, en 1951, presentó obras de tendencia abstraccionista suscitando, como en el caso de Macedonio y Grau, reacciones y polémica. Fue esta pues una continuidad de tres décadas de aportes que vincularon, a través de estos maestros, las más poderosas corrientes contemporáneas al quehacer plástico nacional, cada uno por cierto en su medida y su carácter, y los tres bebiendo su experiencia de vanguardia en Europa, y particularmente en el París de la segunda a la cuarta década del siglo XX.
Adriana Romero de De la Torre, Macedonio de la Torre y sus hijos Zoilita y Gustavo.
El Presidente de la República Manuel Prado Ugarteche con Macedonio de la Torre en una exposición de sus obras en Lima.
La primera exhibición en Lima de Macedonio ha sido descrita de esta forma por Juan Manuel Ugarte Eléspuru: “Fueron paisajes urbanos de lugares del viejo continente, algunos rurales y también retratos, aunque la figura humana no fue nunca motivo de su predilección ni de sus aciertos. El tratamiento de esas pinturas primigenias reflejaba naturalmente, en rasgos generales, las características importantes en la plástica europea de entreguerra: la Escuela de París y más aún las influencias de sintetismo cubistoide con reminiscencias cezannescas y del expresionismo alemán. Todo un mosaico de teorías y tendencias en procesos de amalgama de experiencias asimiladas. Fue, en Lima, una novedad del todo insólita, la primera muestra pictórica vanguardista en nuestro medio, pues había de todo en materia de innovaciones: cubismo larvado en las estilizaciones y síntesis de las imágenes urbanas, vista siempre en cercanía y rincón; “fierismo” (fauvismo) a la manera de los parisinos fieristas en las estridencias del colorido y las audacias de visión. Algo del Picasso de los paisajes de Horta de Ebro y también de Cezanne en los del mediodía francés, con algunas contorsiones de expresionismo, que seguramente eran rememoración de sus contactos en Alemania con los integrantes del grupo “Die Brüke” y “Der Blau Reiter” de Münich. Y, hasta algunos incipientes ensayos de abstraccionismo a la manera de Kandisky, más el expresionismo de Nolde”.
La década del treinta está signada por el drama para el pintor pues junto con vivir en el seno de una familia profundamente afectada por las conmociones políticas derivadas de la prisión de Haya de la Torre y las consecuencias de los sangrientos sucesos de Trujillo, con su secuela de fusilamientos y persecuciones, Macedonio sufrió la muerte en plena niñez de dos de sus hijos: Alberto, a los siete años, en 1933, como consecuencia final del accidente que lo paralizó a los pocos meses de nacido en Bruselas; y Zoilita, a los doce años, en 1936, víctima de la escarlatina. Con estas pérdidas su prole se redujo a dos hijos varones que continuaron su descendencia: Gustavo, que nació en Trujillo en 1922, como quedó dicho, y Víctor, que nació en La Punta, a los dos años de retornar de Europa al Perú, es decir, en 1932.
Desde su establecimiento en la capital hasta su fallecimiento en 1981, Macedonio no dejó de pintar incesantemente. El taller que ocupó desde la década del cincuenta en el sétimo piso del edificio “California”, en la calle de Mogollón –segunda cuadra del jirón Moquegua–, en el centro de la Lima antigua, se transformó en un lugar de encuentro obligado con el artista. Aquel atelier se componía de dos habitaciones y una toilette, con mesas y sillas cubiertas de cuadros, macetas con plantas y chisguetes de pintura. En las paredes colgaban antiguos óleos suyos al lado de Cristos de arbustos o hueso, y cuadros acabados de concluir. Un álbum con recortes periodísticos amarillentos –que Macedonio mostraba con alegría infantil– daba fe de los comentarios suscitados en su larga carrera pictórica. Muy pocas veces salió de la ciudad donde se constituyó en una de las personalidades características y, con el tiempo, tradicionales.
Después de un cuarto de siglo de ausencia retornó a su tierra, en 1954, para recibir la Medalla de Plata y Diploma de Honor del Concejo Provincial de Trujillo. A ella volvería por última vez en 1961, con motivo de una exposición-venta de su obra organizada en el club “Libertad”. La única salida que hizo al extranjero en esos años fue la que realizó en 1959 a New York, donde residió por algunos meses y expuso en la Galería “Sudamericana” que dirigía Armando Zegrí en Greenwich Village, y en la “Internacional”, a raíz de la cual aparecieron elogiosas referencias acerca de su obra de la prensa norteamericana. De esa estadía en los Estados Unidos recogió la impresión de la gran metrópolis con sus rascacielos luminosos y sus desolados escenarios, en unos casos vacíos, y en otros ocupados por minúsculos danzantes que parecen perderse bajo los altísimos andamiajes que habitualmente se hallan ocultos tras los bastidores.
Exhibición de obras de Macedonio de la Torre en New York. Se aprecia en la foto a Victor Andrés Belaunde.
Por cierto que su vida en Lima proyectó en su alma la atención por los barrios marginales que resultan plasmados en toda una vertiente de su obra en que las casas modestas de los pobladores emigrados del Ande a la ciudad se superponen en las laderas de los cerros circunvecinos. Son casas coloridas, que no se ven en la cruda realidad, pero es que ese tema dramático es también otro pretexto para componer volúmenes cargados de color que ingresan por su poder plástico en el mundo de lo imaginario aunque su origen fuese el mencionado.
Otro vasto territorio de su gusto fue el paisaje. Algunos de estos son auténticos aciertos plásticos que suscitan profundas emociones por la hondura con que han sido plasmados y su atmósfera melancólica y subyugante. Esta línea plástica crece en Macedonio desde sus años de aprendizaje y de su experiencia europea. En este género ha trabajado en varias modalidades: desde las que demuestran una atenta observación de los maestros holandeses, y en general nórdicos, de este género en los siglos XVII y XVIII, y los románticos como Eugéne Delacroix, hasta las concebidas por los impresionistas y puntillistas franceses e italianos. Estos paisajes de los arenales costeños son justamente elogiados por la magia que contienen.