Cuando hace algunos años conocí en Trujillo del Perú a Macedonio de la Torre, vi chispear en sus ojos negros los dos puntitos brillantes que pone la quemante actividad del cerebro en la mirada de los elegidos.
Ya en mis andanzas por el mundo he encontrado a varios muchachos salidos de esta ciudad, tan apática de ansiedades. Por explicables caprichos etnológicos, salen de esta tierra donde la tradición dice se halla enterrada una gloriosa canilla de don Alonso Quijano, que recorrió este mundo de injusticias bajo el nombre de Don Quijote de la Mancha, de esta ciudad dormida de inquietudes, los descendientes de los rudos conquistadores vibrantes de ensueño, anhelantes de demostrar al mundo la ejemplaridad de su juventud, rompiendo lanzas por el ideal. Así he visto a Haya de la Torre, a Carlos Valderrama, César Vallejo, Alvaro Bracamonte y ahora a este prodigioso artista del color que firma modestamente sus cuadros con un nombre de griegas reminiscencias: Macedonio.
Por entonces dudé de ver realizada la ambición del joven trujillano: de verse convertido en gran pintor. Mientras me contaba sus esperanzas, acompañados por José Eulogio Garrido, el impulsor de las actividades intelectuales de la ciudad, caminábamos por las calles derechas que se pierden en la campiña verdejeante bajo el sol del medio día.
Atravesamos la plaza desolada y anacrónica, transformada en parque inglés por un filantrópico plantador de caña, nos metimos por las calles, rutilantes de luz, hablando de arte en la quietud de la ciudad adormecida de calor, pasamos sin cirar (sic) los patios moriscos, rozamos las grandes ventanas donde se retuercen los acantos de fierro que un vulcano anónimo y artista, forjó para defender al través de los siglos las arcas del señor o la honra languidescente de la romántica señora. Entramos en la Universidad conventual. La República no ha tenido fuerzas ni tiempo para levantar templos a los nuevos ideales. Las teorías de Diderot y D’Alambert tienen resonancias de liturgias en las bóvedas claustrales. Como un símbolo, un indio palúdico tirita en la puerta bajo el poncho raído. Seguimos hacia la Ranchería. Bajo el sol purificador un burro estremece la flor roja de su matadura; las gallinas picotean en el fango humeante mientras un zambo injurioso patea a su hembra barriguda y llorosa…
Es la vida colonial que palpita mestiza y perezosa al son de las viejas campanas que tocan una agonía.
Viendo “estas linduras”, como dice Garrido, discutíamos problemas estéticos: el arte Chimú, el porvenir de los cánones incaicos, etc.
El impulso libérrimo del espíritu de Macedonio se hubiera diluido en esta paz pueblerina si no llega el escultor Moeller que vio lo que José Eulogio había visto y lo que yo había percibido: que había que esperar mucho de su talento artístico.
La Municipalidad decidió mandar a Europa a la nueva gloriosa promesa. Hoy, si hemos visto mermado el entusiasmo del Municipio, en cambio se han confirmado nuestras predicciones.
No quiero echar mano de adjetivos aturullantes para calificar el talento y la obra de Macedonio. Sin pasar por la academia de San Idelfonso, sin que los apologizadores de Lima le llamen “insigne pintor” o “pintor notable”, cosas que no tienen ninguna importancia para los que conocemos los bastidores del periodismo, o “pintor macho” que no tiene que ver nada en los pinceles, se vino a Italia, recorrió Alemania y aquí está en París. Desarrollando las poderosas facultades con que el cielo lo ha dotado.
Encerrado en su modesto taller de Montparnasse pasa las horas en laboriosa creación. Huyendo de las apesasías (sic), de los malabaristas, de los quimbosos entrometidos que se alimentan de café en la Rotonda, de toda esa farsa fomentada por los judíos de la Rue de la Boetie, trabaja y estudia desarrollando su propia personalidad. Así se ha hecho uno de los más formidables coloristas. Como Utrillo, ¿por qué no decirlo?, tan bien como Utrillo, interpreta las plazas de París, las escenas vocingleras de los mercados, las calles tortuosas de Montmartre, con una exquisita sensibilidad. Entre mis compatriotas no conozco ninguno, salvo Barreda, que conozca mejor las armonías cromáticas, que sienta mejor el alma de un paisaje. En el último Salón su obra ha sido notada y comentada por los mejores críticos. Por ahora Macedonio está en la balanza de las probabilidades. Si su cuerpo endeble resiste el empuje brutal de la lucha por la vida ante el egoísmo indiferente de sus compatriotas que pueden ayudarlo, su nombre se alumbrará por el esplendor de oro que da la fama a los artistas triunfadores; si no, se repetirá la historia de los pintores pobres que pasan desapercibidos en la vida, desamparados del público, atisbados en su miseria por los explotadores que como gallinazos, se lanzan sobre la presa proclamando el valor de la obra para poder enriquecerse con el despojo.
París, junio de 1928.