Procedente de los más activos centros de cultura artística de Europa se encuentra entre nosotros, por breves días, el artista trujillano señor Macedonio de la Torre, quien hace algunos años llamara la atención de los artistas y críticos de esta capital con las admirables cabezas de cera que por entonces trajo de su aristocrática ciudad natal.
En esta oportunidad no son esculturas las que el artista viajero nos ofrece. Son óleos, pasteles, acuarelas, en los que el paisaje luminoso de Italia o las perspectivas grises de Lutecia han sido aprisionados con singular maestría.
En realidad, para los que conocen el prodigioso eclecticismo de su espíritu, no puede sorprenderles en absoluto este nuevo desplazamiento de su actividad creadora. En Macedonio de la Torre vive, ante todo, una fina, una fresca, una tremante alma de artista. La música, la escultura, la pintura, han sido, sucesivamente, los cauces por donde ella ha buscado emerger al mundo de la expresión y de la vida. Como a los artistas del Renacimiento, no le es ajeno a este gran temperamento el secreto de ninguna disciplina estética. A todo se ha acercado con amor y efusión, y en todo ha logrado realizaciones fecundas. Pruébanlo, de sobra, sus interpretaciones musicales y sus ensayos plásticos de ayer y sus pinturas, henchidas de luz y de color, de hoy.
Macedonio de la Torre pertenece a aquel brillante grupo que surgiera en Trujillo poco después de nuestra generación “colónida”. Grupo rico, homogéneo, macizo, que en la tranquila ciudad colonial, –pródiga en achaques de linaje, pero huérfana, hasta entonces, de toda noble inquietud estética,– dió, entre otras significativa unidades, un pensador lírico como Antenor Orrego, un poeta vernáculo como César Vallejo, un paisajista literario como José Eulogio Garrido, un orador multitudinario como Haya de la Torre, un dibujante como Esquerriloff. Macedonio fue, en la vanguardia de aquel grupo, el hombre de la sensibilidad exacerbada; el artista de más estremecida nervazón; el intuitivo sorprendente que un día arrancaba melodías prodigiosas a su violín, y otro, fijaba en el lienzo o en la cera el rostro de alguno de sus camaradas ilusionados.
Un buen día embarcó para Europa. Necesitaba someter a una seria disciplina su gran vocación estética. Tarjetas fechadas en Dresde, en Munich, en Berlín, en Bruselas, en Roma, en Florencia, en París, nos informaban, de tiempo en tiempo, de las nuevas perspectivas que para el arte iba encontrando su espíritu en el seno eviterno del Viejo Mundo. También, artículos y críticas publicados en diarios y revistas de esta capital nos decían de sus progresos y de sus realizaciones. Un día se le comparaba a Utrillo, el pintor de los barrios humildes de París; otro se le mostraba como un gran colorista o como un experto luminista. No faltó quien viera en algunas manifestaciones de su obra aciertos creacionistas y surrealistas. En fin, “toda la gama y toda la lira”.
De pronto, el artista asomó su perfil inquieto y expresivo en nuestra capital. La sorpresa no pudo ser más agradable ni más cordial. Vengo, –nos dijo– por asuntos de familia. Una o dos semanas aquí, unos días en Trujillo, y de nuevo a Europa, a terminar mis estudios de pintura. He traído unos cuantos óleos, acuarelas, etc., que tengo contratados desde París, y algunos otros que la insistencia entusiasta de algunos amigos quiere que exponga en esta ciudad. Con todo, ello no es más que obra de estudio, de evolución, de trayectoria; elementos, podría decirse, para las obras que a mi vuelta me propongo llevar a cabo.
Fuimos a ver sus cuadros, y ante ello, no pudimos menos que sorprendernos del gran progreso del artista. De los fáciles y brillantes ensayos de Trujillo a las obras pintadas en Italia y en Francia, media, indudablemente, una gran distancia. En las primeras campeaba la improvisación, el chispazo emotivo, la factura ligera; en las segundas está ya, encauzada en una técnica segura y personal, la inquietud creadora del artista.
Macedonio de la Torre es uno de los que mejor han sabido aprovechar los beneficios del arte Europeo. Ello anuncia para el futuro una obra de gran valor, dueño también de una imaginación poco común, está en posesión de los elementos sustantivos para llevarla a cabo.
Lima, abril de 1930