Recién llegado de Europa, se encuentra en Lima un joven pintor trujillano que ya se destaca por sus innegables méritos entre la falange de soñadores americanos trasplantados a los grandes centros de arte. Se llama Macedonio de la Torre. Desciende de una familia tradicional. Quiso ser escultor y se trasladó a Dresde. Allí sus ensueños se volvieron hacia la pintura. Estudió, estudió mucho, en los museos y en la naturaleza. Se marchó a Italia. Siguió estudiando. Pasó a Francia. En París hizo la depuración de su bagaje. Y estudió más, más, más. Su capacidad de trabajo está a tono con su infatigable inquietud espiritual. Sabe Macedonio de la Torre que el camino del arte es áspero para la carne. Lo sabe por que así se lo hizo intuir la noble rectitud de su claro intelecto. Lo sabe también por experiencia propia. Pero no está dispuesto a hacerse atrás ni a quedarse en el camino. Tiene fe en los resultados de la voluntad y del fervor constantes.
No ha venido con miras de exhibir. Lo han traído asuntos personales de otro orden; mas, como portara consigo algunas obras suyas, los que las vimos hemos procurado convencerlo de que debe darlas a conocer. El artista accedió a esas demandas y el público limeño podrá ver los cuadros de De la Torre, la semana entrante en los salones de la Academia Alzedo.
Emplea Macedonio de la Torre procedimientos y técnicas pictóricas de muy diversas clases. Todo lo ensaya, y, lo que es más raro, en todo está bien. Pero a mi modo de ver cuando más sobresale es al expresarse usando de los medios de los impresionistas. Esta tendencia la comprende él, en forma afín a la de Le Sinader. Su paleta más que de colorista propiamente dicho, es de luminista. Siente tanto el valor de la matización justa que bien se comprenden sus preferencias por París y los rincones apartados parisienses que sirven de temas para desarrollo sentidos de grises manejados con refinada sensibilidad.
Macedonio de la Torre será para el público una sorpresa gratísima. Él sale del marco corriente aquí. Despreocupado de todo lo que no fuera la formación de su propia personalidad artística, jamás buscó los éxitos que otros se preparan a base de reclame o de fútiles extravagancias. De la Torre es moderno, siente como moderno y dice como moderno, pero lidecto (sic) como es alma (sic) no incurre en la plebeya chocarrería de desconocer el valor de la obra acumulada por los siglos y sabe que nada hay totalmente nuevo bajo el sol. Su exposición debe de interesar a todos puesto que todos nos sentiremos satisfechos de saludar en el ocasional expositor a un artista de alto y grande talento, nacido en nuestro propio país.
Lima, marzo de 1930