Permítaseme recurrir al pasado para desempolvar el pergamino de una conversación sostenida en París cuando un vientecillo frío hacía caer el oro laminado de los árboles y cinco mil pintores daban vuelta alrededor del mundo de un Salón de Otoño, allá por el año 1928.
En efecto, alguien habló: “¿Crees que si pasas los treinta años sin perder ni mancillar tu austeridad y tu fe creadora te habrás salvado?”. “Temo que a los treinta –fue la respuesta– cuelgue la lira y aterrice”.
Pero esta respuesta no fue lo vallejianamente satisfactoria. El poeta siguió. “Los indo-americanos –dijo– somos por naturaleza precoces. Hasta los treinta años creemos, amamos, odiamos, reímos exclusivamente y lloramos exclusivamente. Después… viene el escepticismo total o parcial, refugiando, en este último caso, nuestra fe vital, en el jamón superior y en el queso de vaca. Perdemos el instinto creador del hombre reemplazándolo en el más inocente de los casos por el rol convencional de marido y, a menudo, por un “tic” social cualquiera como el de médico, subprefecto, persona decente, dandy o drogómano”.
La pareja dio dos pasos a la derecha. Cuajaron ambos su mirada sobre el “Paisaje” Nº 1965 de la Exposición. “¿Qué te parece Macedonio?”, volvió el otro a preguntar. “Macedonio –contestó Vallejo– ha pasado los treinta con felicidad. No ha figurado como niño prodigio ni se han encendido ante su obra súbitas y universales admiraciones. El grueso público ha permanecido y permanece ante su pintura indiferente y aun ignorante de ella. Y él –después del terrible peligro de coartada de los treinta años– ha seguido y sigue trabajando y creyendo, amando y odiando con creciente llamarada creadora. No busca embaucar ni embaucarse a sí mismo. Detesta, como Lenín, las exportaciones e importaciones con intermediarios: prensa complaciente, amables amigos o trucos demagógicos y condescendencia de técnica”.
(Nada más, Vallejo. Queríamos hacer la presentación de Macedonio y nadie mejor que tú para hacerlo. Nadie mejor que tú para enjuiciarlo. Muchas gracias).
El Cosmos entre cuatro paredes
Mucho demoré para hacer este reportaje. Macedonio, mitad pez y mitad ave, siempre se me fue de las manos. Mitad agua y mitad luz, siempre se me escapó de los ojos. Recuerdo que una tarde lo sorprendí en su atelier de la calle Mogollón doscientos y pico. Se paseaba como un prisionero o como un fraile. Iba de un brochazo de óleo a una vértebra de león, de una piedra gris a un pico de alcatraz. Iba del centro a la periferia. De espaldas, parecía no sé qué en medio de ese manicomio de arco iris y piedras en gris. Cuando la abertura de la puerta dejó de ser un tajo de luz y metí del todo la cabeza, yo me sentí alucinado también. Le acompañé en su nerviosa contemplación. Fui de acá para allá haciendo interrogantes con los ojos y con las manos, signos de admiración. Fui de su pintura “tridimensional”, rechazada en un Concurso de Pintura, hasta el girasol del tiempo, encerrado en un marco de cartón. Fui desde su “Sinfonía de color” del año 1910, hasta el “Gran Acorde” de 1954. Pasé por el “Puerto” levantado a las orillas de una luna azul, con su faro como el vuelo de una ave y sus carabelas marcianas hechas con esqueletos de pejerrey. Fui desde su “Napoleón” en piedra hasta su “Maternidad” en piedra, tan blandas, sin embargo, en expresión. Fui con Macedonio, desde el “Hágase la luz” hasta la desintegración de la bomba “H”; desde la espora hasta el Hombre. Entré con él en el Laberinto de Creta del Subconsciente. Vi el génesis del mundo. Vi cómo los brochazos hacían de sustantivos y la argamasa hacía de conjunción. Entreví el tiempo carcomiendo las cosas y el óvulo fecundado la Vida. Desde el alma –un cartílago– hasta el cuerpo del hombre –una mandrágora– estaban allí. Concreto todo lo abstracto. Las piedras y los huesos con “sus planos, sus volúmenes, sus círculos y sus ángulos uniendo su pureza de seres que no son otra cosa que SU FORMA obrando la maravilla de darle al artista, la razón y la confirmación de su sentir, de su concepción cósmica, de su compresión humana”. Todos los millones de vida de la tierra parecían estar allí, encerrados en cuatro paredes.
Mística de la naturaleza
Esa tarde, Macedonio, delante de Sabino Springett, quien llegó después con su gorrita de aviador con que se cubre el pecado mortal de su calva, declaró enfáticamente que de no haber sido pintor, habría sido agricultor. “En Trujillo –recordó– tenía cuatro fundos que los cultivaba con mis propias manos. Me pasaba la vida acariciando las mazorcas de maíz y los cogollos de las coliflores. Mi pasión eran las plantas. Frente a mi casa levanté un monumento de barro al Dios “Choclosticán”. Así vivía en mi mundo hasta que el agua me jugó una mala pasada. Se secó, y las plantaciones se fueron muriendo. Una tarde, un amigo me encontró pintando un “Otoño”. Después corrió la voz de que yo había dejado secar el maíz a propósito para poder pintar el oro de la muerte. Nada más falso”.
Si, nada más falso. Macedonio no puede mentir, porque luego nos contó que adoraba a las plantas. Hasta dónde no iría su mística, que diariamente, religiosamente, iba a obsequiarle su abono personal a un arbolito que le correspondía esta gentileza con su sombra.
Violinista gitano
Otra tarde fui con Macedonio a tomar café. Yo estaba cansado porque, recuerdo, que hasta me quedé dormido sobre las cuartillas. Le oí, sin embargo, contar de su viaje a Buenos Aires el año 1915. “Estudiaba en esta ciudad –dijo– el tercer año de Letras. Me encontré una noche con Alberto Sotero y Eulogio Cedrón. Nos pusimos de acuerdo y al siguiente día zarpamos en el vapor “Aisen” rumbo a Buenos Aires. Compramos pasajes hasta Cerro Azul, en 12 soles. En alta mar palabreamos a un camarotero, quien por 30 soles más nos hizo llegar a Valparaíso. Allí se quedó Sotero. Cedrón y yo seguimos a Buenos Aires, pero insólitamente a pie. Recorrimos 320 kilómetros en 11 días, comiendo galletas en el desayuno, en el almuerzo y en la comida”.
En la ciudad porteña, los aventureros pasan la mar de hambre. Macedonio, violinista como era –en Trujillo formó parte de una estudiantina infantil– va a un café de la Plaza de la Constitución y solicita trabajo. El dueño lo mira: menudo, flaco, desgarbado, anguloso, de ojos negros y de melena. Lo contrata y lo anuncia a todo bombo como violinista gitano. Desde las 6 de la tarde hasta las 2 de la mañana por 18 pesos. Su fuerte era la Romanza segunda de Zarazate.
Hasta que a los 20 días, por razones obvias, le dan de baja.
El colmo de la necesidad
El hombre acelera. Macedonio retrocede a Mendoza. La necesidad alcanza alturas increíbles. Llega al colmo: Se hace fotógrafo del Ministerio de Gobierno y Policía.
Macedonio deja asomar sus dientes de ratón. Se ríe.
Un pisotón eminente
Macedonio va a molestarse cuando lea este párrafo, porque nos recomendó que no lo mencionáramos. El caso es que en Mendoza asistía a una grandiosa manifestación católica. La multitud se movía como un mar. De repente, un pisotón le obliga a pedir disculpas a una dignidad eclesiástica, quien con angélica bondad redime del pecado a nuestro pintor.
Años más tarde, Monseñor Paccelli sería Papa Pío XII.
¡Abajo Dadá!
Macedonio ya está en Europa. Corre el año 1924. Llega a París y se da de narices con el movimiento “Dadaísta”. Macedonio se atolondra. Va a oír a Tristán Tzara que en un teatro grita: “Miradme bien todos vosotros. Yo soy feo e imbécil. Miradme bien. Yo soy como todos ustedes”. Ramón Gómez de la Serna dicta conferencia desde el lomo de un elefante. Otro, espeta: “Dadá duda de todo. Todo es Dadá. Desconfiad de Dadá”. Y otro más: “Abajo los artistas, los anarquistas, los comunistas y las aristas. Vivan las concubinas y los concubistas”. Artista auténtico, Macedonio quiere vivir lejos del estrépito de los “fauves”. Se va a Caprena, una aldea italiana con 500 habitantes, donde, donde vive feliz en compañía de su mujer y sus dos hijos. Feliz hasta que su tercer hijo anuncia su llegada. Macedonio vuela a Bruselas. Gasta 2 mil “reichs” en el viaje. Se dirige a la Clínica. Toma un taxi. El chofer le cobra 16 “reichs”. Se queda sin un cobre. “Cómo es la vida” –exclama Macedonio mientras termina su café.
Macedonio liberal
Macedonio de la Torre nació en Trujillo en la calle Gamarra Nº 13, el 27 de enero de 1893. Tiene más de medio siglo pero no lo parece. Macedonio no se hace viejo, sólo se afila. Es el hombre sin tiempo. Macedonio estudió las primeras letras en un colegio, “sometido a las esclavitudes femeninas” y al tiempo, porque frente a su carpetita está el monstruo del reloj. Después ingresó al Colegio Seminario, donde aprendió, de unos curas lazaristas franceses, toda la grandeza de la vida por el sentido liberal que le imprimieron a la educación. Recordó al Padre Rouge, gran deportista, campeón de la pelota vasca; al Padre Goullon, entomólogo y naturalista, amigo de los insectos y las aves; a Graf, un ruso que hablaba en música; a Standard, un auténtico místico; a Puege, industrial con un raro sentido de la vida de las abejas y el gusano de seda; al Padre Blanc, de lecturas exaltativas, histórico.
Macedonio me enseñó unos álbumes llenos de recortes y fotografías con derrame biliar. Leí algunas cosas. Cuando él y yo llegamos a un recorte donde se decía que Macedonio pertenecía a “una distinguida familia”, Macedonio alistó su fusil y disparó una mala palabra.
Escultura de Vallejo
Con César Vallejo, Juan Espejo Asturrizaga, Francisco Xandóval, Alcides Spelucín –¿dónde estará Spelucín?–, José Eulogio Garrido y Antenor Orrego –¿dónde estará Orrego?–, Macedonio de la Torre formó el “Grupo Norte”, cuyo recuerdo se perenniza cada vez más en la historia literaria de Trujillo, de ese Trujillo que es la síntesis de todos los pueblos donde muchos de nosotros hemos vista la primera Libertad. –¿Cómo era Vallejo?
Macedonio movió los flacos dedos en el aire. Subía por allí el vapor de su “café express” que bebía lentamente. Macedonio parecía como querer hacer una escultura de humo que representara al poeta: “Vallejo era bueno. Ordenado. Era majadero, el cholo. Era hombre. (Hombremente y no humanamente, como él mismo decía). Yo no creo que se haya muerto de hambre como se le da al cliché por hacer su frase. Vallejo murió en orden. Todo lo tenía en regla. A veces yo recurría a él para que me garantizara cuando quería empeñar mis sortijas”.
La sortija de Durrio
–¿Empeñar sortijas?
–Sí, empeñar sortijas, ¿tú nunca lo has hecho?
(Tuve que acordarme del “Botón de Oro” ganado en un concurso de poesía en Trujillo, que empeñé para siempre en la Caja de Ahorros de Lima, Perú, hace cuatro años).
Macedonio contó que Durrio, el famoso ceramista español, vivía pobremente. Tenía un par de canarios. Tenía un perro. Tenía dos Renoir y cuatro Van Gogh, obsequiados por ellos. Tenía su gato Rigoletto y su horno para cocer su arte. Un día, Macedonio llegó a visitarlo. “Ven –le dijo– toma esta sortija y dame unos francos”. Macedonio le dio los francos y Durrio le dio esta dolorosa anécdota de la sortija.
Arte Social
No sé cómo se ofreció lo de Ruiz Rosas y de su cuadro “Pan”, ganador del Concurso “Manuel Moncloa y Ordóñez”, realizado últimamente. Cuando quise jalarle la lengua, Macedonio zafó el cuerpo. “Sólo creo en el arte con noble intención. No creo en los casilleros”.
–Si con buena intención toco la tecla de un piano…
–Por supuesto que hay que saber tocarla –me interrumpió– y, además, hay que ser oportuno.
Luego, jugándome el todo por el todo, le dije que me parecía sumamente oportuno el hacer “Arte Social” en nuestro país; pero Macedonio sensible a las ideas políticas pero harto de politiquerías, prefirió callar. Callamos.
Pintores
Cinco días después volvimos a encontrarnos. El iba como alma que lleva el Arte. Siempre cargado de espaldas y bigote. Ágil, nervioso siempre. Abierto el compás de sus zapatos en punta. Nos metimos en otro bar. “En arte no se puede meter gato por liebre –decía, y agregaba– la valorización de uno es obra de los demás”. Estaba nervioso. No quiso decir de dónde venía. Cuando se calmó, le pedí opiniones sobre sus colegas. Desgraciadamente se negó, rotundo. Me guardé el lápiz y el papel y salimos. En el camino habló de algunos pintores. Mentalmente tomé estas notas:
Ugarte Eléspuru: “Buen profesor, intelectual, enterado”.
Dávila: “Bien intencionado. Ya saldrá de su esclavitud actual”.
Grau: “Gran técnico de la pintura”. Sérvulo: “Lo admiro mucho”.
Szyszlo: “Me disculpo”.
Cristina Gálvez: “Reservo mi opinión sobre las damas”.
Sabogal: “Reconozco su labor y su conducta. Su inquietud y su esfuerzo han sido laudables”.
Del Greco, dijo: “De él tuve un San Francisco que lo compré en Trujillo a un anticuario. Le ponía sus velas. Me lo robaron. ¿Quién lo tendrá? Quisiera saber quién lo tiene”.
De Vélazquez: “…Aunque es la antítesis del Greco”.
De Van Gogh: “Muere Van Gogh cuando yo nazco”.
De Leonardo de Vinci: “¡Oh, Leonardo de Vinci”.
De Picasso: “Tengo que admirar a Picasso”.
De Henry Moore: “¿No has visto ya mi obra “El Reencuentro de lo Humano en las Formas Perdurables?”.
¿Qué es el Arte?
Macedonio nunca pudo dar una opinión sobre lo que es el Arte. Siempre estaba descontento con algo. Pero esa tarde estuvo inspirado. Esta fue su definición: “El Arte es hacer perdurable lo mutable. Es hacer eterno el tiempo”, y agregó: “El artista es el encargado de realizar lo que acabo de definir”. Dijo también que el artista trabajaba para que todos le entiendan.
–¿Ud. cree que todos entienden su pintura, Macedonio?
–Ya lo creo, tienen que entenderla porque es sincera.
Macedonio no dijo más. Pareció como que recurría a Vallejo para desembarazarse. Vallejo opinó desde “Mundial”: “El grueso público ha permanecido y permanece ante su pintura indiferente y aun ignorante de ella”.
El Perú, ¿Qué tiene?
Macedonio también manifestó que “el francés tiene su Louvre; el español, su Museo del Prado, y el Perú, ¿qué tiene?”, preguntó. Después agregó que el rico atesora todas las obras de arte, en cambio el pobre, no. “Para eso está el Estado –dijo– para que le haga al pueblo su pinacoteca”.
Las abejas y las moscas
La sétima vez que encontré a Macedonio, no quiso hablar de pintura. Más bien habló de las abejas. Se acordó del padre Puege y de las colmenas que tuvo en Trujillo, y del estudio que comenzó a escribir cuando tenía 12 años. Cuando dijo que le había corregido la plana a Maeterlinck, Macedonio se alegró hondamente. ¡Cómo volvió a enseñar sus dientes de ratón!
–¿Cierto que las abejas son más inteligentes que las hormigas?
–No. Tampoco las hormigas son más prácticas que las moscas.
“Una vez –contó– hice la prueba de Julles Fabres, el francés. Puse una mosca dentro de una botella, junto al cuello que daba hacia la obscuridad, y una abeja junto al otro extremo de la botella –él dijo otra cosa– que daba hacia la luz. La abeja colectivista, asexuada, lógica, murió en un intento de libertarse. La mosca individualista, sexuada, vagabunda, logró salir por el pico de la botella”.
La Mueca de Bourdelle
Cuando le pregunté si creía que la muerte acababa con la vida, Macedonio dijo que no. “Cuando supe que Bourdelle había muerto, me dirigí a su casa mortuoria. Vivía en una especie de garaje. Encontré adentro solamente a su mujer y un fotógrafo. Al acercarme a ver el cadáver del célebre escultor, me quedé de una pieza. Nunca jamás había visto una mueca de muerto con más vida que la de Bourdelle. Volando fui a avisarle a Ventura García Calderón, quien de primera intención no quiso acompañarme, porque le desagradaba la muerte. Hasta que lo convencí. Fuimos. En la puerta ya, me dijo: “No entro”. Y no entró. Yo sí entré, y le hice un apunte que debe tenerlo la viuda del maestro francés”.
Definiciones
Esa última tarde no había de qué charlar. Macedonio siempre nervioso dejaba que la luz de un tubo de neón le echara brochazos de cal sobre su rostro. A contra luz, parecía ser Eguren. Bueno, el Eguren de la pintura. Iban siete veces que se limpiaba el bigote con una servilletita de papel. Estaba nervioso. Para distraerlo le pregunté:
–¿Qué es la Libertad para un artista?
–Lo es todo. Para un artista, “amar la Libertad sobre todas las cosas” debe ser el primer mandamiento.
(Para mí también lo es –dije entre mí).
–¿Cree en la paz?
–No creo, porque la vida siempre es pugna.
–¡Pero usted, Macedonio, ha pintado palomitas!
–No –contestó– nunca he pintado palomas. (Las palomas se han hecho para asarlas –decía un cartel de paz que pasearon una vez en Avignon).
–¿Existe el amor?
–Sí, existe como un regalo de Dios.
Afuera del bar, era noche. Nos pusimos de pie y salimos. El reportaje había llegado a su término. ¿Pero cómo concluirlo? Me es preciso nuevamente para prestar estas frases: “Todo demuestra que Macedonio de la Torre es dueño soberano de una estética realmente grande y original”.
Y ahora sí, muchas gracias, Vallejo. Tú tenías que poner punto final a este reportaje.
Lima, setiembre de 1976