Cuando se habla de Vallejo –nos dice Macedonio de la Torre, uno de los que conoció al poeta desde sus primeros escarceos– no puedo evitar imaginármelo tal como lo conocí la primera vez. Y es así –agrega a continuación– como conocemos a todos: de cada uno tenemos un clisé. Estoy viendo a Vallejo paseándose en la Plaza de Armas de Trujillo, vestido de negro, muy pulcramente vestido, y con una inmensa, hirsuta melena de león. En ese tiempo, allá por los años 13 o 14, la plaza estaba todavía cubierta por hermosos, umbríos ficus, lo cual constituía un digno decorado para esa figura arrogante, no por el tamaño ni la contextura, sino por una cierta gravedad que lo ha acompañado hasta el fin. Y cuando trato de recordarlo a pesar de que hemos estado juntos en tantas oportunidades, sobre todo en París, es la primera imagen la que se reproduce en mi imaginación con nitidez inconcebible.
–A principios de siglo, la sociedad de Trujillo era completamente medieval. Los hijos de los ricos eran manos limpias: no pensaban en ningún trabajo y en ninguna profesión. Todos eran venerados, pinteros y galleros. Tenían sus grandes jaurías de perros, sus carabinas y escopetas, sus gallos de pelea y se creían infalibles en todo. Nada lo ignoraban. La ciudad era claustral. No había reuniones, no había fiestas, los contactos no existían, salvo el 28 de julio y la Navidad. Cuando concluían los festejos de un 28 de julio, me quedaba entristecido, pensando en que habría de pasar otro año para poder ver a mis semejantes. Todos se metían dentro de sus casas. Toda la vida transcurría detrás de las puertas y las rejas de la callada ciudad. Naturalmente, enamorar era un problema. Para abordar a una mujer, había que hacer de centinela entre una y otra esquina, días de días, y cuando la bella se mostraba detrás de una celosía o a través de una puerta entreabierta, había que aprovechar para hacerle llegar un papelito, amarillo a veces por la espera.
–Actividades intelectuales, se conocían poco en esa inmovilidad. Habían un grupo de poetas, al que pertenecían Rebaza, Demóstenes, el negro Felices, y un abogado Marquina, los cuales permanecían aferrados a Juan de Dios Peza y a José Velarde. Creo que Darío no había llegado hasta ellos. Estos eran los magister, los que ejercían el monopolio de la cultura.
–Entre los pintores y los magíster surgió una nueva corriente, cuyo precursor fue don Daniel Hoyle, hombre que había estado en Europa y que traía nuevos módulos de vida y más comprensión artística. A don Daniel se debe un renacimiento de la vida artística trujillana y aún de su vida social, pues a su alrededor, unas veces en su casa y otras en la de una señora Calmet, profesora de guitarra, nos reuníamos la gente moza a hacer música, conversar sobre arte y literatura y hasta echar su bailecito, pues don Daniel, aficionado al tennis, y a pesar de llevarnos muchos años, conserva perfectamente su elasticidad de cuerpo y espíritu. La hija de la señora Calmet, a quien no se por qué llamaban Eva Lara, cantaba muy bien. Y si a eso agregas que el negro Amésquita tocaba muy bien el piano, ¡bueno!, ya la teníamos completa.
–Nuestro grupo se componía de Vallejo, José Eulogio Garrido, Oscar Imaña, Eloy Espinoza, que era el benjamín de la partida y el niño engreído; Juan Espejo Asturrizaga, el negro Esquerre, el chino Julio Gálvez Orrego, Antenor Orrego y Alcides Spelucín. Constituimos el grupo “Norte”, nombre con el que había después de bautizarse el periódico que dirigió Orrego. Me parece justo decir que Orrego fue el primero en descubrir el valor del cholo. Lo defendió a capa y espada contra los ataques de que Vallejo era víctima de parte de los magíster.
–El cholo, estudiante a la sazón de la Universidad, hacía veces de bedel en el Colegio de San Juan. Yo no sé qué tenía el cholo, pero lo respetábamos. Tenía una evidente personalidad. Por esos tiempos nos reuníamos también en casa de la que había de ser su musa, Mirtho, en la calle de Santa Rosa. Frecuentaba la casa de Carmen Rosa Rivadeneyra, mujer de mucho espíritu.
–La vida en Trujillo transcurría con esa insoportable placidez de convento. Todo era barato. El kilo de carne costaba 15 centavos, el litro de leche valía medio, y el ají y las verduras se daban de yapa. Un sueldo de cien soles correspondía a un jefe de oficina, y quien lo ganaba constituía un buen partido casamentero. El alquiler de una casa costaba una libra. Todo era barato a condición de permanecer enclaustrados. ¡No había nada que hacer!...
–Valdelomar introdujo en Trujillo los vicios descritos por Claude Farrére. Y tuvo buenos discípulos. Había un joven cuyo nombre callo, que solía distribuir éter en una gran lata, a golpe de campana, pues pasaba por las calles golpeando con un palo la lata en que estaba el tóxico para lo que tomara el que quisiera. Era un verdadero apóstol y misionero...
–Y después de algunos años, vuelvo a encontrar al cholo en París, el año 25, la época en que Uds. llegaron a la gran ciudad. Como era natural, los primeros años fueron de tremenda desorientación para César. Escribía poco, sus crónicas para “Mundial” y “Variedades”, y casi nada más. Poéticamente, estuvo como paralizado algunos años. Tengo para mí que el cholo no debía haberse separado de Henriette, esa mujer tan abnegada que sufrió en silencio y compartió su miseria valientemente, muchas veces trabajando.
Macedonio tendría mucho que decir, pero no hace sino apuntar y perderse.
–Una vez fui invitado a comer en casa de Vallejo cuando ya estaba con Georgette. Nos presentó una buena mesa. La casa estaba bien puesta y no faltaba nada. Al terminar, el cholo, saboreando un placer que no pudo reprimir, dirigiéndose a su mujer, le dijo: “Tócanos un poco de Beethoven”. Había ciertos principios de burguesía... ¿O sería que me había acostumbrado a ver al cholo viviendo otro género de vida?...
–Con César hemos pasado muchas, como a ti te consta. Pero hay una aventura singular. Hubo un momento, entre los muchos difíciles, en que era preciso empeñar algo para vivir un poco. Y ese algo era un abrigo de pieles de mi mujer. Y aunque las pieles son allá corrientes, las que componían el abrigo tenían cierto valor. Hicimos nuestros cálculos y pensamos poder sacar unos 200 francos en la peña. Acudí a Vallejo, quien estaba unido por su carnet de identidad. Y salimos con él y con Juan Luis Velásquez. En el monte de piedad nos dijeron que esos objetos debían ser presentados en una caja. Salimos a comprarla y encontramos una de cartón que nos pareció aparente. Metimos en ella el abrigo y volvimos campantes. Nos dijeron entonces que la caja debía ser de madera. La cosa era ya más grave. No había cajas de madera y tuvimos que ir en busca de un carpintero, lo que allá no es tan fácil de encontrar como aquí. Para pagar la caja hubo necesidad de convencer a Velásquez que empeñara su reloj. Con el importe pagamos al carpintero, metimos en ella el famoso abrigo y nos precipitamos nuevamente a la peña. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando nos dijeron que el abrigo debía venir envuelto en tela, dentro de la caja. Compramos tela, envolvimos con ella la prenda, y retornamos, haciéndonos esta vez preguntas mentales sobre lo que todavía faltaría por hacer. En efecto, faltaba coser la tela. Tuvimos que salir por cuarta vez para hacerla coser. Nuevo retorno. Larga espera. La gente hacía cola, y cada cliente esperaba que se cantase el precio que se podía dar por su prenda. En eso oímos un grito del empleado: ¡Un franco!..., al que respondió otro, dado por una mujer, grito que fue un verdadero alarido: ¡Oui! (Sí). Era una mujer que aceptaba que se le diera un franco por la prenda. Fue el grito de la miseria que –me acuerdo muy bien– hizo temblar a Vallejo y nos llenó de emoción a los tres. A nosotros nos dieron una bicoca, y como tuvimos que sacar el reloj de Velásquez, sólo nos quedó un saldo de unos 22 francos, con los cuales nos fuimos los tres al Mille Colonnes, donde comimos confortablemente. El primer abrigo debe ser para el estómago, mi viejo –nos dice Macedonio, como rememorando aquella época gloriosa en que la camaradería ponía un fulgor de oro sobre la vida miserable...
Lima, 1988