Biografía . Parte II

(1910 - 1920)
Universidad, estadía en Buenos Aires, Grupo Norte

El regreso al Perú en 1917 lo hizo por el norte de Argentina y Bolivia, dirigiéndose al puerto de Arica donde efectuó su primera exposición pictórica individual con las obras que había realizado en Buenos Aires. Macedonio retornó enriquecido por esa inicial experiencia internacional que lo empujó a conocer otros horizontes y a resolverse definitivamente por la pintura, que de allí en adelante sería su inclinación posesiva y predominante, aunque fuese atraído por la escultura, de la que había aprendido sus fundamentos en el taller del maestro Orlando Stagnaro durante su estadía en Buenos Aires.


Ya en su tierra, Macedonio reencontró a sus amigos y compañeros que habían ido avanzando en sus estudios de la Universidad de Trujillo –César Vallejo en 1917 cursaba el tercer año de jurisprudencia, lo mismo que Oscar Imaña, Federico Esquerre, Ruperto Pimentel, Manuel Cevallos y otros– destacando entre todos ellos el poeta de Santiago de Chuco que alcanzó siempre las más elevadas calificaciones desde que ingresara en la Facultad de Filosofía y Letras en 1913. A pesar de que se hallaran todos ellos rumbo a concluir sus carreras, muy pocos se recibieron de abogados derivando en definitiva hacia la literatura y el periodismo.


Era fuera de los claustros universitarios donde se vivía una intensa vista cultural que bullía en el seno de un selecto grupo de jóvenes que se reunían habitualmente en casa del poeta piurano –oriundo de Huancabamba– José Eulogio Garrido. Este gran animador vivía en una amplia habitación del segundo piso de la casa de unos parientes suyos, la familia Espinoza, en la quinta cuadra del jirón Independencia –antigua calle de La Catedral– fronteriza de los recintos del templo mayor de la ciudad.

Trujillo

Sexta cuadra de Francisco Pizarro de Trujillo, con los rieles del antiguo tranvía.

Placa en el monumento a la Libertad, en la Plaza Mayor de Trujillo, donde consta el nombre de Gerónimo de la Torre.

Placa

Este cenáculo –acerca del cual escribió el poeta Juan Parra del Riego un artículo en la revista Balnearios de Barranco, en octubre de 1916, titulado “La bohemia de Trujillo”– que más tarde fuera denominado “Grupo Norte” (por el periódico El Norte que dirigiera mucho después, en 1923, Antenor Orrego), reunía a César Vallejo –que se alojaba como estudiante provinciano en el Hotel del Arco, en la calle de este nombre–, Antenor Orrego, Macedonio de la Torre, Alcides Spelucín, Federico Esquerre –que firmaba Essquerriloff–, Oscar Imaña, Víctor Raúl Haya de la Torre, Agustín Haya de la Torre y, posteriormente, Francisco Xandóval, Eloy Daniel Espinoza, Juan Espejo Asturrizaga, Camilo Blas y Carlos Manuel Porras.


Estos jóvenes originales, ansiosos de arte y de lecturas, constituyeron un admirable cenáculo que trató de superar el retraimiento de la vieja ciudad silenciosa, plácida y tradicional, de penumbrosas calles que adolecían de un pobre servicio de luz, en la que era muy escasa la actividad cultural, y en la que los diarios La Industria –fundado en 1895–, La Reforma, La Razón y El Federal reproducían casi exclusivamente comunicaciones de Lima llegadas por el telégrafo. Nada parecía moverse en ella en las noches monótonas de aquella urbe de diecisiete mil habitantes; nada, salvo lo que acontecía en ese recinto interior situado a pocos pasos de la Plaza Mayor.

Recepción efectuda por Macedonio de la Torre el 10 de junio de 1917 en su casona familiar del jirón Gamarra de Trujillo. Se aprecia entre otros a César Vallejo, José Eulogio Garrido, Antenor Orrego, Alcides Spelucín, Carlos Valderrama, Federico Esquerre, José Félix de la Puente, Oscar Imaña, Eloy Espinoza, Agustín Haya de la Torre, Ignacio Meave Seminario y Gustavo Romero Lozada y Laínez, futuro suegro de Macedonio. El pintor está de pie en el centro.

Estas reuniones intelectuales se prolongaron desde 1914 hasta 1917 en que empezó la dispersión. En ellas José Eulogio, que llevaba la voz cantante, recitaba en francés –resultando de provecho una vez más lo aprendido con los padres Lazaristas– y se escuchaban con avidez a las máximas plumas del modernismo, especialmente al gran poeta nicaragüense Rubén Darío, a los maestros españoles de la generación del 98, al poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig –que tanto influyera inicialmente en Vallejo–, al mexicano Amado Nervo, a los franceses Charles Baudelaire, Paúl Verlaine y Jules Laforgue, a los grandes poetas norteamericanos Walt Whitman y R. W. Emerson, al belga Maurice Maeterlinck, al ensayista uruguayo José Enrique Rodó, a nuestro brillante y tierno cuentista pisqueño Abraham Valdelomar y al singular y finísimo poeta limeño José María Eguren. Precisamente por esos años los jóvenes de aquella bohemia recibieron esporádicas visitas de intelectuales capitalinos –el poeta Juan Parra del Riego y el doctor Javier Prado Ugarteche en 1916; el etnomusicólogo y compositor Daniel Alomía Robles, el poeta Enrique Bustamante y Ballivián, y la bailarina Norka Rouskaya en 1917, y el escritor Abraham Valdelomar en 1918– que animaron con su presencia el apacible y lánguido ambiente citadino.


Garrido, que era de baja estatura y cojitranco, de fuerte carácter y voz muy bien timbrada, al tiempo que acogía generosamente a los jóvenes estudiantes de aquella bohemia ilustrada, alimentaba el conocimiento del cenáculo haciéndose traer del extranjero libros novedosos a través del diario La Industria del cual era jefe de redacción. Pero no vaya a creerse que en aquel cenáculo las inquietudes se limitaban a lo literario. No faltaban ocasiones para practicar otras actividades como aquella en la que fue protagonista Macedonio de la Torre a las pocas semanas de incorporarse a esas reuniones. Fue el caso que José Eulogio Garrido había convocado a sus contertulios en su habitación para efectuar una sesión de espiritismo. Como es de rigor, se procedió a invocar a los espíritus en una mesa de tres patas, carente de clavos y objetos de metal. De pronto, en medio de la sesión, Macedonio se puso a interpretar al violín una melodía tristísima que impregnó el ambiente de una atmósfera de desgarradora melancolía. Los presentes se recogieron aún más en sí mismos, estremecidos por esa música que parecía anunciar la inminente aparición de almas del otro mundo. ¡Pero estaban equivocados! Macedonio, que no creía en absoluto en los poderes invocatorios de José Eulogio, lo que había hecho era tocar en un impromptu su violín, para expresar sus desconsolados sentimientos, pues en la casa del frente vivía la señorita Anita Larrea que hacía poco había desdeñado sus ardientes declaraciones de amor.