Me han dado un encargo: buscar un pintor peruano e introducirlo en un pliego de papel. Siento que se me acelera el corazón y mi mirada no va lejos; la muy traviesa se detiene frente a mi, en el otro borde de la mesa donde está sentado ante una sopa humeante e indescriptible, mi abuelo Macedonio.
Indescriptible sopa, pues, se me antoja un magro brujo ante un menjurje de migas de pan, dulce de ciruelas y huevo batido; todo en el plato de líquido casero y oloroso. Sentado, con unas manos largas y nerviosas de mago y niño tremendo, con su risita de zorro y sus ojos visionarios escondidos tras unas gafas extrañas que se probó un día y eran de cualquiera. Tiene miguitas en el saco y unas manos transmisoras de mensajes muy lejanos, transmisoras eficientes aun antes de eso de “Vía Satélite”.
Sí. Las manos del abuelo transmiten algo en desuso, ahora, en la era del gogó y de la rebelión de la juventud, abuelo es muy viejo aunque es vanidoso con su edad, pero parece que hace miles de años sus manos transmiten mensajes desde una estrella lejana, estrella que parpadea siempre fiel, estrella que me contempla más nítidamente las noches de verano en la playa solitaria donde vivimos.
Las manos del abuelo transmiten mensajes de belleza, aunque también de dolor, cuando este dolor tiene hondura. No creo que transmitan dolores feos. Abuelo está con nosotros pero vive en otro mundo, a veces.
Tiene el don de encerrar un rayo de luz en una tela, puede atrapar una mariposa y encerrarla en colores sin que se sienta presa, también coge trazos de música y gritos de obreros en una fábrica.
Pero es un niño: nosotros, sus nietos, a veces somos más maduros que él; cuando mi hermano pequeño le explica el funcionamiento del motor de su “chachi-Kart” él sólo está pensando en su rojo brillante.
Sus bolsillos son la falquitrera del diablo: florecillas secas que están retorcidas en forma de pajaritos, piedras de colores, raíces que de pronto tienen voz.
Sí. Sus manos largas y huesosas transmiten mensajes. Ningunas como ellas nos hacen sentir el palpitar nocturno de las selvas, el silencioso quejido de las ruinas antiguas, la soledad salobre de las costas… ¡si se siente deslizar entre los dedos la arena cálida de los puertos desolados!
Esos son sus paisajes. Pero a veces coge trozos de huesos muertos y champas de barro y hace seres de los que brotan gemidos y hablan lenguas extrañas, sus veleros navegan en olas inertes durante noches siderales, alumbrados por la luz de esta estrella lejana que no detectan los astrónomos y que solo aparece cuando nos sentimos buenos en el cielo de mi playa silenciosa.
Sí. Mi abuelo es esmirriado, lo compararon una vez con un personaje del Greco. Camina siempre apresurado y lo raro es que nunca tiene ruta. Tanto puede detenerse ante una rama florecida, como ante una horrible vieja que vende fruta, y encuentra belleza en sus arrugas y las transmite en sus lienzos, y cuando no los tiene pinta en cartones, en papeles, en macetas, aun en música, pero pinta, pinta; pues su razón de ser ésa; y sólo ésa, nunca otra.
A veces me hundo en sus cuadros, en sus arenales calientes, en sus selvas borrachas de calor, en sus caminillos lucientes. Me miro en los rostros que pinta y me parece que de esos ojos de óleo brotan lágrimas, y que de esos labios saldrían risas.
A veces entro lentamente en sus catedrales de hielo, entre sus palacios carmesí, entre sus bailarinas pálidas, y a veces me asusta un poco su mundo y salgo corriendo de sus santos tristes, sus poetas desilusionados, sus indias con cabelleras adornadas con flores.
Sí, mi abuelo tiene su mundo, sus estrellas misteriosas, sus manos que reparten mensajes. Y hay momentos que está muy lejos aunque seamos trozos de su ser y de su amor.
Pero, el temor se desvanece cuando entra en casa con su bolsa de pan caliente que trae todos los días a nuestra mesa y de ese pan comemos todos, hasta el bebé que no habla todavía y lo mira con los ojos muy abiertos.
Costumbre vieja como el mundo, abuelito, reunirse todos en la mesa y comer el pan caliente.
Lima, 1967