Citemos una frase de Cocteau, que no es un gran poeta ni un hombre honrado, pero que formula, a veces, muy raras, juicios exactos, de una palmaria y sensata exactitud. Cocteau no emociona con versos ni con actos. Cocteau, como diestro albañil en piedra, dispone en ocasiones del codo y de la muñeca certeramente y sabe encajar bien en el aire, tales o cuales ideas hechas, que yacen o ruedan por el suelo, silvestres huevos de la sensibilidad media. “Desconfiad, –dice Cocteau–, de los poetas que obtienen demasiado pronto el sufragio de la juventud. Nada se desvanece tan rápidamente, como un éxito improvisado, así sea de buena ley”. También Radiguet, por su parte, dudaba ya hasta negaba en los “niños prodigios”, la existencia de un espíritu verdaderamente creador. Lo demás son cuentos de kindergarten para estimular la moral y la imaginación de los niños de ambos sexos.
En América deberíase evitar, más que en parte alguno, la superchería de los “niños prodigios” y de las obras de fulminante ejecutoria. Los indoamericanos somos ya, por índole y por naturaleza telúrica, precoces. Estimular, con el mito de los “niños prodigios”, nuestra precocidad y la falencia temprana de nuestra vida, es peligroso y hasta funesto. A los treinta años, hemos dado ya toda nuestra sangre, en arte, en vida, en novelería. “Si pasa usted los treinta, –me decía un inteligente amigo peruano,– con toda felicidad, es decir, sin perder ni mancillar su austeridad espiritual y su fe creadora, está usted salvado. Temo que a los treinta años, cuelgue la lira y aterrice”. Hasta los treinta años creemos, amamos, odiamos, reímos exclusivamente y lloramos exclusivamente. Después, se llora riendo y se ríe llorando. Viene el escepticismo total o parcial, refugiando, en este último caso, nuestra fe vital, en el jamón superior y en el queso de vaca. Después, reemplazamos el noble y desinteresado espíritu de la primera juventud, por un práctico y bovino sentido común. En contados casos, sobreviene el suicidio, la locura, un vicio determinado o una estática borrachera de desesperación. Nos volvemos pesimistas estériles, ciudadanos malvados, corazones dispépticos o riñones diputados. Los indo-americanos, en general, somos inteligentes, entusiastas, generosos, rebeldes y revolucionarios, hasta los treinta años. Se viaja, se sufre, se aventura, se lucha y se vive para la humanidad. Pero, a partir de esa edad, claudicamos y nos retractamos tratando solamente de subsistir para nosotros, nuestra esposa y nuestros hijos. Perdemos toda vocación grande, reemplazándola con menores apetitos. Perdemos el instinto creador del hombre, reemplazándolo, en el más inocente de los casos, por el rol convencional del marido y, a menudo, por un “tic” social cualquiera, como el de médico, subprefecto, persona decente, dandy o drogómano. El poeta, llegado a genio a los veinticinco años, –!oh Cocteau! !oh Radiguet!– advierte de pronto que no le queda ya nada que hacer, puesto que lo ha hecho todo. Con el pintor, el músico y el escultor, ocurre lo mismo. El fuego se les acaba por causas simultáneas: por agotamiento biológico interno y, –tal es el escollo que hay que evitar en América,– por que la atmósfera se vuelve húmeda, a causa de la mucha tinta del elogio en linotipo.
Macedonio de la Torre ha pasado los treinta años con felicidad. No ha figurado como “niño prodigio” ni se ha encendido ante su obra súbitas y universales admiraciones. El grueso público ha permanecido y permanece ante su pintura, indiferente y aún ignorante de ella. Y él, –después del terrible peligro de coartada de los treinta años,– ha seguido y sigue trabajando y creyendo, amando y odiando, con creciente llamarada creadora. No se ha apurado ni quiere improvisarse. No busca embaucar ni embaucarse a si mismo. Detesta, como Lenín, las exportaciones e importaciones con intermediarios: prensa complaciente, amables amigos o trucos demagógicos y condescendencias de técnica. Durante los cuatro años que lleva en Europa, no ha querido volver victorioso al terruño, a la manera “standar” de otros jóvenes de América, sino que se ha quedado en medio del mundo, a estudiar, a meditar y a producir, a la manera de los hombres honrados y de los artistas auténticos. A ningún salón ha ido. A ninguna redacción de periódicos. A ninguna tertulia de complicidad gremial. A ningún expediente clandestino del oficio. Cezanne, con ser Cezanne, aún a los treinta años se dolía hombremente (otra cosa es decir humanamente) de haber visto rechazados del Salón dos de sus mejores cuadros de todos los tiempos: “Aprés midi a Naples” y “Femme a la puce”. Su dolor digno, su cólera digna, no pudo ser ahogada y se tradujo en una célebre (?) de protesta al Director de Bellas Artes. Macedonio de la Torre es más tranquilo y más seguro de sí mismo y ni siquiera envía nada al salón de Otoño ni al Nacional ni al de los independientes ni al de Invierno. Reconcentrado, sumido en una profunda y entrañable introspección estética y practicando la más austera disciplina moral en su vida de artista y de hombre, prepara en estos momentos una obra verdaderamente grande y pura.
Habituados en América a los “niños prodigios” ya no se cree en los espíritus serios y reposados enemigos del relumbrón espectacular y de la cucaña de plazuela. Ciertamente que se necesita una fortaleza moral extraordinaria y una poderosa seguridad en sí mismo para resistir a las tentaciones de la rutina distrital y para defender contra la corriente el ritmo natural y el sano proceso creador de nuestro espíritu. No comprenderán nada de esto ciertas gusaneras de mozos arribistas de América. Esos mozos de hiperbólicos comienzos y de tristes remates. Sigan ellos gritando sus gritos provisorios e inoperantes. Hay mutismo –como el de las grandes rocas eternas de los Andes– cuya trascendencia sonora y fecunda sólo oyen y sienten los linderos lejanos de la historia…
Sin embargo, Macedonio de la Torre –con sólo haber enviado este año por esfuerzos de sus amigos, un cuadro al Salón de Otoño,– ha suscitado en la alta crítica francesa debates dignos de un renovador de la pintura. La crítica de París no le ha elogiado como se elogia a cualquiera, sino que le ha elogiado discutiéndolo, que es el verdadero modo de elogiar a un creador. “Conviene,– dice a su propósito “La Revue Moderne”, –señalar a este excelente artista los peligros de la vía que sigue. El artista no logrará realizar obra de arte digna de perdurar, si por caracterizar en una forma elíptica o abreviada su pensamiento y emoción, descuida el saber de la realidad”. En cambio, “L’Art Vivant”, opina que “su paisaje de Vanves está en los límites de una sana formula artística y que este logro del espíritu de equilibrio casi clásico del arte, no es en Macedonio de la Torre un hecho aislado y fortuito, sino que es una característica dominante de todos sus lienzos”. etc.
Todo esto demuestra que Macedonio de la Torre es dueño soberano de una estética realmente original y grande.
París, 1929.