Biografía. Parte IV

(1930 - 1981)
Vida en Lima, Estadía en Nueva York (1959 - 1960)

Pero una de las anécdotas más pintorescas del artista fue las que nos narró el mismo don Alfredo Arana: “Un día Macedonio le preguntó a mi esposa Blanca: ‘¿Esta es mi casa, Blanquita?’ Al responderle ella entusiasmadamente que sí, él le dijo si podía ofrecer un cocktail para agasajar a algunos amigos. Por supuesto que la aceptación fue inmediata. Se preparó entonces un cocktail y se procedió a contratar a los mozos. La tarde de la recepción Macedonio se pasó con los brazos en jarra y las piernas abiertas en la puerta de la casa. Luego de larga espera llegaron solo cinco o seis invitados, entre ellos Luis Alberto Sánchez y Felipe Cossío del Pomar. Macedonio siguió de pie, afuera, hasta que los poquísimos concurrentes se aburrieron y se fueron. El lunes siguiente, principio de semana, me encontré casualmente con un diputado por Piura que había sido invitado, y al preguntarle porqué no había ido a la recepción me percaté del origen del desastre: a él, como a todos los demás invitados, Macedonio les había dicho que para indicarles la dirección de mi casa él estaría esperando en la puerta, junto al grifo... ¡que quedaba a dos cuadras con frente a otra avenida! ¡Nadie por supuesto había dado con Macedonio, y después de buscarlo inútilmente habían desistido de encontrarlo!”.


“Su imaginación no tenía límites –nos dijo don Alfredo–. Recuerdo un día que estábamos por subir al edificio de Mogollón donde quedaba su estudio, se fijó en unos afiches municipales pegados en la pared que el clima y el abandono habían alterado produciendo en ellos extraños contrastes de figuras y colores. Macedonio entró entonces en una sastrería donde se hizo prestar una silla y una tijera y procedió a sacar el afiche del muro, lo enmarcó y, efectivamente, quedó muy artístico. “¡Qué surrealismo ni nada!”, exclamó por toda conclusión”.

Macedonio de la Torre

Macedonio de la Torre meditando delante de una de sus obras.

“En otras ocasiones –continúa Arana– traía a la memoria sus días de París, y de ellos su relación con Vallejo. Se enardecía cuando se enteraba de lo que se decía del gran poeta: ‘¡Lo que se habla de César es falso!’ –exclamaba–. ‘No era ni triste ni amargado. Todo lo contrario. Le gustaba vestir bien. Se acicalaba cuidadosamente, caminaba bien trajeado y no toleraba que su terno tuviese una sola mancha. Era además muy ocurrente, hasta machacón con lo que le interesaba. Repetía mucho una canción o un poema, a veces durante un mes o más. El amor de Vallejo fue Henriette. Ella era pobre. Cuando se casó con Georgette empezó a vivir mejor, aunque tenía muchos pleitos con ella. Cuando el gran poeta falleció, fue un muerto muy pesado para ella’. Y efectivamente –asevera don Alfredo– cuando alguna vez le pregunté en Lima a Georgette por Vallejo, ella me dijo: ‘No me pregunte por él. ¡Ya murió!’ Esta actitud me la expliqué gracias al poeta Gustavo Valcárcel, quien al llevarme a visitarla me advirtió diciéndome que ella estaba muy resentida...”.


Los lugares a donde iba con cierta frecuencia Macedonio eran el bar “Zela” y el “Negro-Negro” –en el portal Zela de la Plaza San Martín– y, posteriormente, al café “Viena” –en el pasaje Ocoña– en los que se hallaba con otros pintores colegas suyos como Ricardo Grau, Sérvulo Gutiérrez, Alberto Dávila, Fernando de Szyszlo, Sabino Springuett, Juan Manuel Ugarte Eléspuru. Sin embargo con mayor frecuencia iba a uno de la calle de Jesús y María –en el actual jirón Moquegua– al que se denominaba popularmente “café del Yugoslavo”, situado a doscientos metros de su taller y frente a la casa de Piedra, donde quedaba la Asociación Nacional de Escritores y Artistas (ANEA). Allí transcurrían gratos momentos de conversación, y en sus años cenitales fue lugar de paso hacia el templo virreinal de Nuestra Señora de las Mercedes, a donde acudía a visitar la cruz de su pariente el venerable padre Pedro Urraca, como quedó dicho, y a efectuar sus recorridos por los suntuosos altares laterales. Con su propensión a vincularse con los objetos impregnados de sacralidad era habitual hallar a Macedonio tocando cada uno de esos altos retablos con sus manos largas, nerviosas y expresivas, como si ese contacto lo mantuviera comunicado con energía de mundos invisibles y superiores.

Macedonio de la Torre en su estudio del centro de Lima.

Macedonio de la Torre en su estudio

Por esas calles céntricas se encontraba con colegas de su oficio que recuerdan el talento original y generoso del maestro trujillano. Así como sus explicaciones inesperadas como la que ha guardado en la memoria el pintor Sabino Springuett: “Un día le pregunté a Macedonio, a boca de jarro, que cómo pintaba en losetas y telas esas exuberantes vegetaciones cuando nunca había conocido la selva. A ello me respondió de inmediato que yo estaba equivocado. Que él conocía muy bien la selva pues él tenía la más grande del mundo. Lo dijo con tal convicción que me desconcertó. Para demostrármelo me pidió que lo acompañara a su casa. Así lo hice. Cuando llegamos me introdujo a un patio y me presento varias decenas de macetas donde crecían todo tipo de flores y plantas: ‘¡Esta es la selva que contemplo antes de pintarlas! ¡En ella está todo!”.


El recuerdo de esos episodios pintorescos trae a colación una de las historias más conocidas acerca de Macedonio y su pasión por la pintura de paisaje en la que dejó obra muy lograda. Se cuenta que cuando retornó a Trujillo de su periplo por Chile, Argentina y Bolivia, sus parientes le dieron una responsabilidad en la hacienda “Las Quintanas”, de Mansiche, en los extramuros de la ciudad de Trujillo. En una ocasión fue a visitarlo un amigo agricultor que se extrañó al ver los campos mustios y decaídos en una época en que debían estar florecientes. Cuando le manifestó su sorpresa a Macedonio, y el hecho de que no había ordenado irrigar a tiempo los potreros, éste le respondió mientras daba unas pinceladas a un lienzo que retrataba ese paisaje: ‘¡Pero qué te preocupa la cosecha! ¿No te admiras de las bellísimas tonalidades amarillas que han aparecido?”.


Y no faltó ocasión en que se convirtió en terror de los galeristas. Más de una vez, cuando se exponían obras suyas en salas de exhibición para la venta, Macedonio se apostaba en un lugar estratégico dándose maña para desanimar al comprador de adquirir sus cuadros en la galería ofreciéndoselos él... a la mitad del valor. Ello evidenciaba por cierto su espíritu libre, dadivoso, absolutamente desinteresado, hasta el extremo de compartir de inmediato con los amigos que encontrara en el camino la venta que acababa de hacer. Como aquella vez que al observar a un espectador muy interesado en sus pinturas en la exposición terminó por descolgar el cuadro que más le gustaba a éste y entregárselo. Esta misma generosidad demostró con sus familiares a quienes regaló con frecuencia sus obras. Por todo comentario exclamaba soto voce, susurrando: “¡Sólo da quien tiene!”.


En sus recorridos por la ciudad no dejaba de detenerse en ciertos lugares donde se hallaba algo que le atraía particularmente. De esta forma, era habitual que cuando iba rumbo a la casa de su hijo Víctor, tocara antes a la puerta del pintor Diego López-Aliaga, pues gustaba apreciar sus cuadros y elogiar un “Desnudo en azul” que Macedonio consideraba que era una de las obras más logradas de aquel artista. Para López-Aliaga eran momentos siempre gratos, gozar con el entusiasmo y los entrecortados comentarios que hacía del arte aquel maestro menudo, nervioso y risueño que “vivía en olor de pintura”.


En los últimos años de su vida, visitaba con insistente regularidad las casas de parientes y amigos –las familias Ganoza-Ashton, Benavides-Ganoza, Cárdenas-Martínez, Bolaños-Altamirano, Pérez-Romero Macchiavello, Tord Romero-Velasco Astete, Urquiaga-Gálvez– donde departía en risueñas conversaciones matizadas de consideraciones acerca de pintura o se ponía al piano a interpretar melodías clásicas o intervenía resueltamente en partidas de naipes o sapo. En este último juego se integraba durante sus visitas de los sábados a la casa de los Pérez-Romero Macchiavello, donde la diversión subía de punto cuando, conocedores de su propensión a las supersticiones, le mostraban para embromarlo un botellón con una culebra preservada en formol, ante la cual hacía signos nerviosos y complicados para rechazar sus nefastas influencias.

Afiche de la Primera Bienal de Arte Contemporáneo de Trujillo en 1983 con reproducción del óleo de Macedonio de la Torre "Campiña de Moche".

Afiche Primera Bienal de Arte Contemporáneo de Trujillo

En mi calidad de asesor para Asuntos Culturales del Presidente de la República, arquitecto Fernando Belaúnde Terry, tuve ocasión de ser testigo de la decisión adoptada por el primer mandatario de distinguir con la condecoración de la Orden al Mérito por Servicios Distinguidos en el grado de Gran Cruz a nuestros más selectos pintores que por su trayectoria y edad gozaban del reconocimiento de la Nación. A Macedonio se le impuso esta presea a principios del año 1981, de manos del propio Presidente, que acudió hasta la Clínica “Chorrillos”, en el distrito de este nombre, donde el maestro se hallaba postrado sufriendo de una enfermedad mortal. En la mañana, el secretario de la Presidencia dio lectura a la Resolución Suprema que otorgaba la Orden en presencia de la esposa del pintor, sus hijos, nietos y parientes. Fue una ceremonia sencilla pero signada con la profunda emoción de rendir justo homenaje en su lecho de moribundo a un artista que se extinguía a los ochenta y ocho años, y que estaba a algunos meses de fallecer. Esta última noticia me tocó dársela a conocer al Presidente de la República, el 13 de mayo de ese año de 1981, en la Sala “Grau” de Palacio de Gobierno, a los pocos momentos que se me informara de ella. La asistencia de un edecán del Presidente a los funerales del 14 de mayo, así como la presencia de artistas, escritores y políticos en el cortejo y en el entierro en el antiguo cementerio “Presbítero Matías Maestro” de Lima, así como los artículos y notas necrológicas aparecidas en diarios y revistas, fueron evidencia postrera del reconocimiento, calor y aprecio del que gozó este maestro que por su longevidad fue el último de los integrantes de la juventud intelectual trujillana de principios del siglo pasado, y de los artistas peruanos de su generación que coincidieron en el París de la década del veinte. Asimismo, era al momento de su fallecimiento el decano de los pintores nacionales.