Macedonio de la Torre

Por Luis Enrique Tord

Asombrado con el mundo como si cada día lo descubriera; rebosante de vitalidad; insistiendo en atrapar con sus finas manos expresivas las formas que inquietan permanentemente su imaginación, Macedonio es un caso ejemplar de entrega absoluta al arte. No hubo día –desde que naciera el 27 de enero de 1893– en que sus gestos y su singular actitud ante el mundo, no denunciaran en él a un personaje cuya vida y obra se confundirían en un original juego de anécdotas, pasiones, aventuras e itinerarios notables.


Ya fue bastante –aunque no suficiente– el que forjará sus primeras impresiones intelectuales en el seno de una generación decidida, cultivada y rebelde. El grupo Norte –su primo Víctor Raúl Haya de la Torre, el poeta César Vallejo, el ensayista Antenor Orrego, los escritores Oscar Imaña y Alcides Spelucín y los compositores Carlos Valderrama y Gustavo Romero Lozada– inquietaban el ambiente aldeano de la ciudad aristocrática y recogida. Unos con el verso, otros con la prosa, los más con el verbo. Y Macedonio con sus veladas en las que interpretaba a Mozart y Chopin, al violín, asombrando a sus amigos con sus iniciales esculturas modernistas.


Esa bohemia entre anarquista y galante, el primer y único amor –Adriana Romero Bello– y el viejo paisaje mochica de Trujillo, dejaron honda huella en su pintura ulterior. Mas tarde conoció Lima e intentó estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de San Marcos. Pero él no era para la paciente investigación de gabinete, ni para la pedagogía, y menos aún para la jurisprudencia. La indecisión la resolvió en forma original pero no menos ejecutiva: “Di dos vueltas a la fuente del patio principal de la Universidad. Me dije que si al final de la segunda vuelta me iba a rendir un examen para el que el jurado me esperaba, me quedaría en la Facultad. Si salía de frente a la calle no volvería más y me dedicaría al arte y a los viajes”. Ya sabemos cual fue la dirección que tomó.


Lo de los viajes también fue en serio. Tanto, que unos días después, el pintor en ciernes partió rumbo a Buenos Aires. Fue una ruta curiosa: más de trescientos kilómetros a pie. El resto en precarios omnibuses, automóviles particulares y hasta en el techo de un ferrocarril trasandino. En la capital argentina fue la vida austera y los trabajos estrafalarios. ¿Uno de ellos?: tocar el violín todas las noches en un restaurante italiano. Pero eso sí…disfrazado de zíngaro.


De vuelta al Perú, fue el matrimonio con la novia de Trujillo y, más tarde, el viaje fundamental a Europa. Allí recorrió Francia, Bélgica, Alemania e Italia hasta radicar en París. Observó con pasión a los maestros del impresionismo, las grandes obras de museos y colecciones privadas, las novedades plásticas de las galerías de pintura. Vallejo fue su compañero predilecto. Muchas cosas los unieron: la juventud pasada en Trujillo, el arte, la vida en el París de entre guerras y un vínculo esencial: el parentesco. Don Joaquín de Mendoza, español, había sido el tronco común establecido en Santiago de Chuco, del que descendían Adelaida Collard Mendoza, madre de Macedonio, y María de los Santos Mendoza, madre del autor de “Los Heraldos Negros”.


De la actividad de Macedonio en París escribió Vallejo en 1929 para la revista “Mundial”: “Durante los cuatro años que lleva en Europa, no ha querido volver victorioso al terruño, a la manera “standar” de otros jóvenes de América, sino que se ha quedado en medio del mundo a estudiar, a meditar y a producir, a la manera de los hombres honrados y de los artistas auténticos. A ningún salón ha ido. A ninguna redacción de periódico. A ninguna tertulia de complicidad gremial… Reconcentrado, sumido en una profunda y entrañable introspección estética y practicando la más austera disciplina moral en su vida de artista y de hombre, prepara en estos momentos una obra verdaderamente grande y pura. Sin embargo, Macedonio de la Torre –con solo haber enviado este año, por esfuerzos de sus amigos, un cuadro al Salón de Otoño– ha suscitado en la alta crítica francesa debates dignos de un renovador de la pintura”. Concluía el poeta afirmando: “Todo esto demuestra que Macedonio de la Torre es dueño soberano de una estética realmente original y grande”.


En su estadía en Europa logra bellas composiciones figurativas, penetrantes retratos y audacias que lo sitúan en las primeras vanguardias de un abstraccionismo que, a su vuelta al Perú, revitalizará el ambiente plástico. Alrededor de 1930 efectúa exposiciones en Lima y se convierte en el indiscutido introductor de novedosos conceptos pictóricos. Fue un vendaval oportuno en un momento en que el indigenismo se manifestaba pleno de juvenil impulso. Años después se multiplicaron las exhibiciones en Lima y en el extranjero hasta alcanzar gran éxito en Nueva York.


Con referencia a un tema esencial en su vasta obra –el paisaje– es apropiado citar a Juan Manuel Ugarte Eléspuru quien subraya: “Entre los paisajistas no pertenecientes a la corriente indigenista debe de destacarse, en primer lugar a Macedonio de la Torre, poético e inspirado pintor de los arenales costeños y del misterio de las lejanías envueltas en cendales de bruma”. Habría que agregar que en sus paisajes está presente siempre esa sensación de vastedad gris y dorada que deben haber sido sus iniciales fijaciones de los valles norteños preñados de la desolación de sus culturas añejas calcinadas por el sol.


Otra vertiente original en su obra son las coloridas superficies atravesadas de trazos largos, inquietos, personales. Esos movimientos, esos ríos de color, provocan una vegetal impresión que lleva al espectador a referirse a ellas como “las selvas de Macedonio”. Son expresiones inconfundibles de su estilo. Es espléndido también en sus naturalezas muertas o en el exuberante juego de flores multicolores que, como un estallido de vida y juventud, rebosan dorados jarrones y ánforas de porcelana.


Hoy, a los 83 años, Macedonio se dirige todas las mañanas ligero y sonriente a su atelier, con la convicción de realizar una obra mejor que la del día anterior. Con igual entusiasmo, con el mismo calor que le admirábamos sus sobrinos cuando, hace treinta años, se sentaba con nosotros en cualquier jardín a enseñarnos a componer aves, veleros y figuras fantásticas con rústicas piedrecillas a las que nadie prestaba atención. O con blanquísimos huesos de gaviota que traía de playas a donde había ido en busca de soledad y color. Que estas palabras le lleguen como las de un admirador que, desde niño, tuvo la suerte de apreciar la grandeza del arte en compañía del más sencillo de los artistas.



Lima, setiembre de 1976